Practicante o Cliente? Cómo el capitalismo ha reformulado el lenguaje del yoga moderno.
Una reflexión personal sobre los cambios culturales, el lenguaje económico y la resistencia silenciosa de elegir nuestras palabras con conciencia.
En 2020, mientras investigaba para mi tesis, exploré la rápida expansión de la industria del bienestar y su intersección con prácticas como el yoga moderno. Las cifras que entonces citaba no han hecho más que crecer: la economía global del bienestar, valorada en 4.6 billones de dólares en 2020, alcanzó los 6.3 billones en 2023 y se proyecta que llegue a los 9 billones para 2028 (Global Wellness Institute, 2023).
Este crecimiento explosivo refleja algo más que un creciente interés por el bienestar, señala un cambio estructural más amplio en la sociedad contemporánea: la transformación del bienestar en mercancía. Prácticas enraizadas en la introspección, la disciplina y la conexión son cada vez más reempaquetadas como servicios comercializables. En ese proceso, tradiciones con fundamentos culturales profundos suelen ser despojadas de su contexto y reconfiguradas para ajustarse a tendencias de estilo de vida, estéticas corporativas y lógicas de escalabilidad (la capacidad de expandir algo rápida y eficientemente para alcanzar a más personas, generar más ingresos o replicar un modelo con el menor esfuerzo posible).
No fue hasta que me mudé a Costa Rica en el 2021 que comencé a experimentar este cambio lingüístico de manera directa y frecuente. Profesores de yoga y distintos facilitadores de otras prácticas se referían a sus alumnxs, estudiantes, practicantes o participantes como "clientes". Las comunidades pasaron a denominarse "mercados", las prácticas sagradas o transformadoras fueron empaquetadas como "productos" y los procesos de sanación se convirtieron en "ofertas". Lo que en un principio me sorprendía, pronto comenzó a desorientarme. Si bien estos términos pueden tener la intención de profesionalizar, legitimar o clarificar las propuestas, también alteran la naturaleza de las relaciones entre profesores y alumnxs, o entre facilitadores y participantes, volviéndolas transaccionales e insinuando una jerarquía comercial. Este giro reproduce los patrones más amplios del capitalismo, donde incluso las experiencias espirituales o comunitarias se filtran a través de marcos consumistas.
Paralelamente, debía adaptarme al hecho de que la mayoría de las clases de yoga se dictaban en inglés, incluso en un país hispanohablante. Todo se sentía fuera de lugar, aunque no sabía exactamente por qué. Fue mi primer contacto directo con lo que consideré la continua influencia cultural de Estados Unidos en algunas partes de América Latina, particularmente en Costa Rica, donde el turismo, las economías de retiros espirituales y las comunidades de los autodenominados “expatriados” en lugar de “inmigrantes con privilegios”, configuran buena parte de la escena del yoga y la cultura del bienestar. Este dominio lingüístico y cultural forma parte de una historia más amplia, que merece ser analizada con mayor profundidad en otro momento.
Posteriormente, al mudarme a Australia en 2024, noté que estos mismos términos eran utilizados con total naturalidad en los estudios de yoga: estaban cómodamente incrustados en el vocabulario cotidiano. Comencé entonces a observar, reflexionar e intentar comprender.
En un primer momento lo interpreté como un tipo de choque cultural. Muchas de las personas que utilizan este lenguaje provienen de sociedades donde el capitalismo impregna casi todos los aspectos de la vida cotidiana, y donde hablar en términos de marca personal, rendimiento y posicionamiento en el mercado es parte del sentido común. Incluso el trabajo espiritual o terapéutico tiende a enmarcarse como parte de la industria de servicios. No es que el emprendedurismo sea negativo en sí mismo, sino que cuando se aplica de forma automática, sin una reflexión crítica, puede terminar capitalizando incluso los espacios más íntimos y transformadores. Para ser visto como profesional o legítimo, incluso el yoga termina adoptando el lenguaje del comercio.
Como argumentan Jeremy Carrette y Richard King en Selling Spirituality: The Silent Takeover of Religion (2005), el neoliberalismo no solo ha comercializado las tradiciones espirituales, sino que las ha reempaquetado como herramientas para la optimización personal, desvinculándolas de sus raíces colectivas, éticas y liberadoras. Cuando el capitalismo se vuelve cultura, incluso los lenguajes más sagrados empiezan a sonar como eslóganes de ventas.
Pero yo vengo de Argentina. Y no solo de Argentina: vengo de una parte de la sociedad que cuestiona y resiste activamente algunas de las dinámicas del capitalismo global. Una sociedad atravesada por la inestabilidad económica, pero también por una profunda conciencia política, potentes movimientos sociales y una memoria colectiva de lo que ocurre cuando se priorizan los mercados por sobre las personas. También he conocido profesores y dueñxs de estudios que viven de forma honesta y sostenible compartiendo el yoga con integridad.
Por eso, esta no es una negación de la realidad económica. La sostenibilidad importa. Lxs profesores merecen una retribución justa. Los espacios de práctica requieren respaldo financiero. Y ampliar el acceso al yoga sigue siendo una meta ética y valiosa. De hecho, muchas herramientas modernas de gestión y comunicación han permitido a lxs profesores construir medios de vida viables y conectar con comunidades más amplias.
Pero sí creo que llevo conmigo una sensibilidad particular—moldeada por haber crecido en una cultura politizada—ante la forma en que el lenguaje reconfigura, de manera lenta pero firme, nuestros valores. Y cómo una práctica pensada para la liberación puede empezar a reflejar los sistemas que alguna vez buscó cuestionar.
El lenguaje, como recuerda Judith Butler (1997), no sólo refleja el mundo: lo constituye. Las palabras no son neutrales; moldean nuestro sentido del ser, nuestras relaciones, nuestras creencias. Llamar a alguien "cliente" en lugar de "alumnx/" o “practicante”, no es solo un cambio semántico: es una reconfiguración del vínculo en sí mismo: de una búsqueda compartida a una prestación de servicios; de una co-exploración a un intercambio transaccional.
La escritora Andrea Jain, en su libro Selling Yoga: From Counterculture to Pop Culture (2015), ofrece un diagnóstico contundente: el yoga postural moderno ya no es simplemente una disciplina espiritual o física; se ha convertido en una mercancía global. Jain sostiene que el yoga contemporáneo es "un producto de la cultura de consumo y parte del movimiento transnacional moderno del yoga", configurado por "las fuerzas socioeconómicas dominantes del capitalismo de mercado".
Subraya que lo que hoy reconocemos como yoga—especialmente en el ámbito masivo—ha sido reinterpretado para satisfacer los deseos y expectativas del consumidor contemporáneo. La estética basada en la imagen, las narrativas de estilo de vida y la promesa de optimización personal se han vuelto rasgos definitorios de su identidad pública. Se espera que lxs profesores construyan una imagen personal coherente, y que lxs alumnxs sean entendidos como públicos nicho.
Como dice Jain: "La autoridad para definir el yoga ya no se deriva principalmente de los textos sagrados o de los linajes espirituales, sino del éxito en el mercado". En este marco, la legitimidad de lxs profesores suele medirse no por la profundidad de su comprensión ni por la consistencia de su práctica, sino por su visibilidad y capacidad de posicionamiento. Así opera la mercantilización: no sólo distribuye un producto, redefine la práctica misma.
Lo poderoso de la aportación de Jain es que no romantiza la pureza perdida del yoga; expone simplemente los mecanismos. Muestra cómo espiritualidad y mercantilización coexisten hoy en una “relación simbiótica”. Una no anula a la otra, pero inevitablemente se moldean mutuamente. El peligro no reside en su coexistencia, sino en olvidar que esa dinámica existe.
Y esta es la tensión que experimento: el lenguaje que utilizamos no sólo describe lo que el yoga ha llegado a ser, sino que lo produce activamente. Y cuando ese lenguaje emerge de la cultura del consumo, corremos el riesgo de transformar una práctica de búsqueda interior en algo que se empaqueta, se monetiza y se optimiza sin fin.
Para comprender cómo el yoga moderno —a pesar de todo esto— aún puede enmarcarse como disciplina espiritual, es necesario atender al trabajo de Elizabeth De Michelis. En A History of Modern Yoga (2004), propone que lo que hoy conocemos como yoga moderno —especialmente en su vertiente centrada en las posturas— emergió como una nueva forma de espiritualidad a fines del siglo XIX y principios del XX. Lejos de ser una continuación directa de antiguas tradiciones del continente indio, el yoga moderno es, según ella, una creación híbrida moderna: forjada por intercambios transnacionales, permeada por la ciencia y la psicología occidentales, y adaptada a las normas y aspiraciones de la vida contemporánea.
De Michelis lo denomina Modern Psychosomatic Yoga (MPsY), definiéndolo como un sistema de desarrollo personal no religioso, sino espiritual, que integra prácticas físicas, mentales y emocionales con el objetivo de una transformación interna. En este marco, el yoga funciona no como una tradición dogmática, sino como una tecnología espiritual —un método para cultivar conciencia, equilibrio y crecimiento interior, profundamente significativo para quienes lo practican, incluso fuera de contextos religiosos tradicionales.
Esto es relevante. Porque, aun cuando el yoga se entreteje cada vez más con el branding y la mercantilización, para muchas personas sigue siendo un camino íntimo y profundo —una indagación corporal, un refugio, una herramienta para reencontrarse en un mundo fragmentado.
Reconocer esta dualidad nos permite entender que lo que peligra no es la pureza del yoga, sino el grado de consciencia con que nos relacionamos con los sistemas que lo están reconfigurando y si nuestro lenguaje los refuerza o resiste.
Si aceptamos, como sugiere De Michelis, que el yoga moderno es un nuevo discurso espiritual —que opera fuera de la religión institucional, pero sigue formulando preguntas éticas y existenciales—, debemos también preguntarnos:
¿Estamos moldeando el futuro del yoga, o el capitalismo lo está haciendo por nosotros?
¿Lo promovemos como camino de transformación o como un servicio placentero y consumible?
¿Formamos practicantes o competimos por la atención de nuevos clientes en una economía saturada?
¿Qué revela este lenguaje sobre las ideologías invisibles que atraviesan el yoga contemporáneo?
Quisiera añadir otra capa: más allá del lenguaje y de los negocios, está la cuestión del linaje. Lo que muchos llaman “yoga tradicional” es, claro, una historia compleja y plural. No existe un origen único. Pero se reconoce ampliamente que las formas clásicas no se estructuraban en torno a dinámicas de cliente-proveedor. La relación entre maestro y estudiante se enmarcaba en lo que se llamaba guru‑śiṣya paramparā —un sistema de transmisión basado en el compromiso duradero, la responsabilidad ética y la profundidad espiritual.
Como explica Jain, esos modelos implicaban: “a committed relationship in an inferior position vis-à-vis a qualified guru for years,” usualmente acompañado de un estudio intensivo de los textos sagrados e inmersión en una cosmovisión compartida. El conocimiento no era un producto: se recibía e integraba a través de la cercanía, la repetición y la fidelidad mutua.
Pero este modelo comenzó a cambiar en la segunda mitad del siglo XX. Jain observa que, “en lugar de depender de la transmisión uno a uno mediante la relación tradicional guru–discípulo en el contexto aislado de ashrams,” muchos gurús modernos comenzaron a comercializar activamente sus enseñanzas, haciéndolas accesibles para el consumo inmediato. Lo que antes requería devoción, disciplina y contexto compartido, pasó a estar disponible mediante intensivos o experiencias empaquetadas.
Nombrarlo aquí importa. No porque debamos replicarlo, sino porque nos recuerda que existió una forma de enseñanza que no se definía por el lucro, la visibilidad o la escala, sino por la profundidad relacional y la búsqueda compartida de comprender la existencia. En medio de algoritmos y estrategias de marketing, necesito recordar: enseñar yoga implicaba un compromiso ético que no puede reducirse a planes de negocio o contenido viral.
Entonces, ¿cómo pasamos de formar parte de linajes vivos a convertirnos en freelancers que llaman a sus alumnxs “clientes”? Si nos atrevemos a llamarnos profesores o docentes, detengámonos y preguntemos: ¿qué significa enseñar? ¿Estamos cultivando estudiantes o simplemente atrayendo consumidores?
No se trata de juzgar a quienes utilizan el lenguaje comercial con buena intención. Muchos ni lo cuestionaron —porque es el lenguaje heredado. Fueron formados para ser emprendedores, para sobrevivir en un sistema económico que premia la claridad, el branding y las ventas. Y, a menudo, están intentando compartir algo significativo mientras navegan por una economía que no perdona.
También debemos preguntarnos: ¿qué sistemas validamos cuando normalizamos el lenguaje de extracción y mercantilización en espacios pensados para la reflexión, la presencia y la transformación?
Sean o no espacios sagrados, importan. Y si la práctica misma nos llama hacia claridad, compasión y conciencia, ¿no deberían nuestras palabras estar a la altura?
“You can’t buy presence. You can’t package stillness. You can’t trademark liberation. The path was never for sale.”
— Vikram (@wanderingmat)
Si, como han insistido muchos sectores de la sociedad—especialmente en el mundo hispanohablante— cambiar el lenguaje es un acto revolucionario, entonces repensar nuestras palabras en el yoga no es una cuestión menor. Es una cuestión política, cultural y ética. Cambiar cómo hablamos es también cambiar lo que (y a quién) podemos ver. Hemos sido testigo de esto a lo largo de nuestras vidas.
En Latinoamérica, el lenguaje inclusivo emergió como herramienta para romper la ilusión de neutralidad en los genéricos masculinos. Alternativas como “todxs”, “todes” o “todas y todos” interrumpieron normas gramaticales para visibilizar lo que durante mucho tiempo estuvo invisible. No se trató sólo de gramática, sino de nombrar y, por tanto, reconocer y dignificar.
En países como Argentina y México, el paso de denominar “crímenes pasionales” a reconocerlos como “femicidios” marcó un cambio justo. Lo que antes se justificaba como reacciones impulsivas motivadas por celos o amor, pasó a ser identificado como una expresión extrema de la violencia patriarcal. Este cambio en el lenguaje no fue meramente semántico: reconfiguró la percepción social del problema, evidenció su raíz estructural y exigió una respuesta más contundente por parte de la justicia, el Estado, los medios y la sociedad.
Activistas ambientales también lucharon por cambiar “cambio climático” a “crisis climática”. Lo que sonaba como un cambio gradual se transformó en una emergencia urgente. El nuevo lenguaje generó titulares, movimientos y un sentido colectivo más profundo de responsabilidad.
Como decía Buckminster Fuller:
“Nunca cambias las cosas luchando contra la realidad existente. Para cambiar algo, construye un modelo nuevo que vuelva obsoleto al modelo actual.”
Imaginando otras alternativas:
Uso de “alumnx” o “practicante” en lugar de “cliente”
Usar “alumnx” enfatiza una relación de aprendizaje, crecimiento y compromiso activo. Desplaza la dinámica hacia la humildad y la coexploración, alejándola del tono impersonal y transaccional que suele implicar la palabra “cliente”.
De modo similar, “practicante” subraya el compromiso continuo y la encarnación personal de la práctica, destacando el desarrollo interno más que un intercambio de servicios disponibles.
Referirse a “comunidades” en lugar de “mercados”
Hoy la palabra “comunidad” se usa tanto que ha perdido su peso. Muchos espacios se autoproclaman así pero carecen de conexión genuina, confianza y propósito común. Por el contrario, “mercados” son inherentemente transaccionales, donde las relaciones resultan impersonales y efímeras. Cambiar la mentalidad de mercado a comunidad implica priorizar la colaboración, el cuidado mutuo y el sentido de pertenencia: crear entornos donde las personas se sientan vistas y apoyadas y, no como consumidoras, sino como participantes activos en un camino común.
Evitar colapsar la identidad en el branding
El branding, bien entendido, es una herramienta de comunicación: permite expresar con coherencia los valores, la estética y la intención detrás de un proyecto. Puede ayudar a que estudios y profesores compartan su propuesta de manera clara y significativa. Pero el branding no debería dictar el rumbo de una práctica ni volverse más importante que su razón de ser. No está por encima del mensaje ni del propósito.
Cuando confundimos branding con identidad, corremos el riesgo de limitar el potencial de los espacios de yoga. He visto decisiones guiadas más por la preocupación estética que por el sentido profundo del trabajo: propuestas descartadas por “no alinearse con la marca” sin preguntarse antes si nutren a la comunidad, si abren diálogo o si profundizan la práctica.
El branding puede convertirse en una jaula bien pulida: controlada, reconocible, pero peligrosamente cerrada. Mejor crear espacios expresivos, sí, pero también permeables, vivos, en movimiento. Que la identidad visual y verbal acompañe la práctica, sin eclipsarla.
Porque no somos marcas. Somos personas, en relación constante con lo que enseñamos y con quienes nos rodean.
Nombrar práctica por encima de producto
Que el yoga siga siendo una sādhanā viva. Un espacio donde lo real sucede: silencioso, repetitivo, muchas veces incómodo. No busca atención, ni validación, ni velocidad. Pide presencia cuando cuesta, compromiso cuando aburre, regreso cuando nadie mira.
Y como la sādhanā se despliega con lentitud, también pide vínculos lentos. En ese contexto, el rol del profesor no es complacer ni entretener. No ofrece un servicio: sostiene un hilo que unx elige seguir mientras le sirva en su proceso.
Cuando el yoga se vuelve producto, lxs profesorxes se vuelven fácilmente reemplazables, lxs alumnxs se vuelven clientes y la práctica se vacía para ajustarse a las expectativas del mercado. Pero cuando el yoga se sostiene como sādhanā, la relación se funda en respeto mutuo, atención prolongada y el reconocimiento de que ambos participan en la tarea compleja de ser humanos.
Reconocer elitismo y privilegio, y crear acceso activamente
En muchas zonas de turismo en América Latina, las clases de yoga se ofrecen sólo en inglés, creando una barrera para las comunidades locales. Para fomentar la inclusión real, ofrecer clases bilingües —en español e inglés— demuestra un esfuerzo genuino por aprender y usar la lengua local. Este respeto por la cultura ayuda a desmantelar el elitismo y genera un entorno más accesible. Ofrecer opciones transparentes de becas y tarifas escalonadas que reflejen realidades económicas diversas. No todos pueden pagar precios elevados. Y las propuestas valiosas no necesitan ser costosas para ser significativas. Crear acceso no implica devaluar el trabajo; significa ser intencional sobre quién puede participar y cómo.
Y por último —no olvidemos que el lenguaje configura el pensamiento.
Si el capitalismo nos ha dado un guión dominante, entonces nosotrxs —como practicantes de yoga— tenemos todo el derecho y la responsabilidad de escribir uno nuevo. Uno que centre la dignidad, la profundidad y la liberación por encima de canales de venta y audiencias objetivo.
No necesitamos luchar contra el sistema. Solo ser lo suficientemente conscientes como para no replicarlo sin reflexión.
Que el yoga se mantenga como camino, no como producto.
Que lxs profesores sean maestrxs, no marcas.
Que seamos siempre alumnxs—nunca clientes.
Que volvamos a ese espacio sagrado donde las palabras se eligen con cuidado.
Porque el cambio a menudo comienza con la elección más pequeña y consciente. Y al final, todxs estamos aprendiendo a desaprender.